lunes, 13 de abril de 2009

Unos días en otra dimensión - Parte I

Cuando vuelves a casa piensas, que bien hogar dulce hogar, mi rincón de cuatro paredes conocido y en el que tengo todas las comodidades a mi alcance, entonces te das cuenta de que has pasado unos días irreales.
Es como haber ocupado el cuerpo de otra persona, como si hubieras vivido una vida que no tiene nada que ver con la tuya, aunque sabes que has sido tú quien ha convivido con otra gente que no es la habitual, has hablado de temas de los que no tenías ni idea, has comido y bebido de manera diferente, has dormido en otra cama, has hecho todo lo contrario de lo que haces a diario en la ciudad.
Hemos ido al pueblo, esa frase que yo tanto escuchaba a mis amigos cuando era más pequeña y me preguntaba ¿cómo será eso de irse al pueblo?, y que cuando empecé a ver de qué se trataba, todo eran pegas por mi parte, pero ahora lo voy entendiendo de otra manera, ahora es traerte hasta en el pelo ese olor y calor de la leña en la chimenea, ayudar a cocinar y aprender a hacer huevos moles (aunque no me molen a mi) rosquillos hechos totalmente a mano, con la harina volando en la cocina, comprar el pan cuando suena el pitido de una furgoneta, es ponerse a andar por un camino y oír el canto de un pájaro que está como una estatua en una rama y ver como sale volando al acercarte, es ver gallinas, gallos, ovejas y cualquier otro animal con el que no nos solemos cruzar cuando vamos al trabajo en nuestro coche.
Es ir por fin al cortijo del tío Gregorio, del que tanto me ha hablado Leandro con añoranza y que por fin lo ha vuelto a ver, para que le trajera esos felices recuerdos de la niñez, jugando en plena naturaleza a los Hombres de Harrelson, con sus primos, a los que llamaban a voces desde el otro lado de un monte bastante alejado y los oían perfectamente (no existían ni los móviles. ni el miedo a perder a los hijos de vista por un rato).
Y vuelves con la maleta cargada de ropa sucia si, pero también de una hogaza de pan, de sobras de comida, y un cúmulo de otras cosas que no se pueden traer en ningún recipiente, solo en tu memoria, como la satisfacción de encontrar que a pesar de tener que acostumbrarte a otro ritmo de vida eso te hace bien, como hablar con la familia de Leandro, pues aunque son peculiares (supongo que como nosotros para ellos), y aunque haga un siglo que no los ves, es como si no hubiera pasado el tiempo, te integran en esas conversaciones llenas de algarabía, a veces interminables y sobre todo cruzadas y atropelladas, tanto que es muy difícil atender a cada una pues todos reclaman tu atención sin esperar su turno de palabra, es como estar rodeado de niños grandes.
Hemos andado por el campo, hemos aprendido a distinguir una esparraguera y coger mis primeros espárragos, hemos visitado o casi tomado un castillo, he visto más de un cortijo, estas construcciones que según cuentan, solían ser refugios de pastores en el monte, pero según el diccionario son fincas rústicas con vivienda y dependencias adecuadas, típicas de amplias zonas de la España meridional, de día es un lugar idílico, sobre todo si vas de invitado a una merienda-cena, la mayoría consta de unas magníficas vistas, que te sumergen en un paisaje al que cada vez le vas cogiendo más cariño, incluso si el día se porta a ratos con lluvia a ratos con sol, y donde por la noche aunque te asusta un poco esa total oscuridad, miras al cielo y ves tantas estrellas y tan cerca, que crees que alargando la mano las podrías tocar.

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